
Como en prácticamente toda cultura antigua el papel de la mujer romana estaba originalmente limitado a la procreación y salvaguarda del domicilio familiar. De hecho la mujer romana ni siquiera tenía nombre propio (praenomen), al menos fuera de su casa. Por ello a las mujeres romanas se las conocía simplemente por el nombre familiar (nomen) y en algunos casos con un apodo (cognomen), a menudo ordinales o que hiciesen relación a su familia, y no a su vida personal como ocurría habitualmente en el caso de los hombres.
Fragmento de sarcófago romano c. 200 (Palazzo Giustiniani) representando una boda. Grabado de Pietro Santi Bartoli (Admiranda romanarum antiquitatum ac veteris sculpturae vestigia, 1693)
Durante su juventud, y en caso de muerte del esposo o divorcio, la mujer estaba bajo la tutela del pater familias, pasando a ser potestad del marido tras el matrimonio. Los padres, de hecho, elegían al futuro esposo de sus hijas; a menudo para estrechar lazos familiares entre aliados políticos o como manera de asegurarse la lealtad de una facción. Para estos enlaces (manus) el padre de la novia debía entregar una dote a la muchacha, que pasaría a manos del esposo. Sin embargo la mujer también tenia ciertos derechos, como el derecho de sucesión tras la muerte de su padre e incluso capacidad para testar, dándose en ocasiones casos en que la mujer era más rica que su esposo, aunque lo más habitual es que ésta estuviese absolutamente supeditada a su marido.
Los efectos del matrimonio son evidentes desde el primer día:
- La esposa participa de la condición social del marido pero no pierde su cualidad de plebeya o de liberta, si es que lo es, cuando se casa con un patricio.
- El marido controla la dote y, si hay separación, no está obligado a devolverla, y en caso de hacerlo ésta solía ser devuelta al padre de la mujer.
- Mientras dura el matrimonio a la señora casada se la llama propiamente matrona, término derivado de madre y que explicita el carácter esencialmente procreador de este enlace. De hecho tenía prohibido abortar sin el consentimiento de su marido.
El cese de este enlace se producía por diversas razones. Evidentemente la primera y más lógica es por el fallecimiento de uno de los cónyuges. En este caso los viudos podían volver a casarse inmediatamente, no así las viudas que debían guardar un luto de al menos 10 meses. La pérdida de la ciudadanía, la cautividad, la desaparición o la deportación eran así mismo motivos de ruptura del matrimonio aunque el más usual era el divorcio, que se podía dar por acuerdo mutuo, por repudiación de una de las dos partes o por incapacidad para tener hijos. Como vemos, el divorciarse era mucho más fácil en tiempos romanos que en la actualidad. Al marido le bastaba con pronunciar las palabras tuas res tibi habeto (llévate tus cosas) para dar por finalizado el matrimonio, aunque la mujer tenía el mismo derecho que el hombre en cuanto a la petición de divorcio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario